sábado, 25 de diciembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA (LV) - Los conspiradores




Hoy estaba la ciudad solitaria, fría y poética. Parecía hacer la mala digestión de una comida intensa, y ofrecía como sin quererlo esa imagen que solo ofrecen las urbes en algunos momentos: los cierres echados y las calles vacías, iluminadas solo por los viejos faroles que tímidos explican sus razones de luz y sombras. Había tanto silencio que se escuchaba el tintineo de los cubiertos de algunas casas, cuyos balcones encendidos resumían brevemente, tras los visillos, la soledad con que viven algunos estas fiestas de chirigota chusca y borrachera de vino barato. No daba la impresión de caminar uno por Madrid, por esta calle, la de Moratín hacia abajo, que desde hoy mismo ya forma parte de esta autobiografía, sino por un sueño a medias por cumplir.

Mientras tanto, mientras se fermentan las comidas en exceso y se amodorran los ciudadanos en sus noches de paz, los conspiradores comen ligero, se mantienen alerta y no dejan de urdir con silenciosa inquina sus decisiones de ajuste. Estas fiestas paletas no ponen freno a los habitantes de los despachos que tejen y destejen las medidas del recorte: encienden luces y apagan derechos, mientras la Iglesia celebra la llegada de un mesías (presunto, como se dice en el político lenguaje de los telediarios) que vaya usted a saber qué opinaría del precio del metro cuadrado de pesebre.

Y era por ese mismo silencio por lo que daba gusto pasear a pesar del frío, muy a pesar de los grados bajo cero y de los resbaladizos adoquines brillantes empapados de escarcha. Había algo tierno e inexplicable en la pobreza de esa calle, en el tintineo de los cubiertos y en las sombras de la escasa luz. La taberna de los Conspiradores era el único lugar abierto, y me dejé llevar por el café caliente y su pegajoso olor de frituras que se queda en la ropa. Todo ofrecía un aspecto diferente al que uno parece imaginar cuando se habla de una ciudad de cuatro millones. Era como si la estupidez del mundo se hubiera detenido momentánea, al margen de los mercados financieros. Y entonces era una noche de paz, sin que el gordo de la chistera y el chaqué que impone sus estrategias bursátiles pareciera existir. Madrid estaba sumido en una dulce tristeza lenta y era hermoso observar cómo no es necesario visitar los grandes almacenes para comprender que se puede ser feliz, incluso cuando los cerdos no crepitan en el fuego lento de los hornos, sino en la condensada humareda de las decisiones políticas.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA (LIV) - No así



Si este blog ha ido deteniéndose con lentitud, y se han ido espaciando poco a poco algunos artículos, no es por falta de entusiasmo: al contrario, es porque el entusiasmo ahora lo enfoco hacia otros lugares. Por eso no es abandono. Es solo una pequeña pausa, a pesar de que se me agolpan las cosas que contar. Volverán (emulando al genial sevillano), lo prometo, aunque ahora la urgencia me haga una vez más escribir recorriendo el malintencionado presente de estos días.

Y en este caso escribo para que no me busquen hoy pegado a la tiza y al pizarrón. Como siempre, la moral me puede. Otra vez me tengo que poner de parte de los nuestros: véanse parados, malpagados y piquetes. Se nos critica a los que impediremos que el mundo, al menos por un día, siga circulando por la misma carretera. Pero poco han dicho los telediarios de aquellos que amenazan a sus trabajadores para que acudan al tajo bajo la guillotina del despido, o a los que tendrán que ir a la obra porque un día sin salario es una comida menos para sus hijos. De esos no hablan las estadísticas, porque ya sabemos que estas son un invento del poderoso para no liarse cuando hace sus cuentas.

La moral me puede, y también el sentido común. Nos quitan derechos, nos rebajan los salarios, nos roban lo poco que tenemos con recortes: educación, sanidad, pensiones. Y en esta lujuriosa vorágine de destrucción, la obesidad del viejo capitalismo sigue tomándose el bistec y las ostras que el anciano Zola supo condenar en sus novelas. Pensamos que esto iba a ser el germinar del nuevo mundo, demostrada la eficacia de ese armamento de horror masivo que son las bolsas de Nueva York y Madrid. Pero no es así: se alían los que pensábamos que eran de los nuestros con quienes se mean literalmente en los ciudadanos para recordarnos que, efectivamente, cualquier tiempo pasado fue mejor.

Es un atentando con bomba envuelta en un ramo de flores. Así lo veo yo: la izquierda vendida deshace el pastel, mientras la derecha mira con entusiasmo las migajas de lo que queda, escondiendo la mano y ensalivando como el perro de Paulov ante la toma del poder. Así es el futuro en ciernes. Los de siempre, en el sitio que creen poseer como una propiedad privada, heredada desde Cánovas.

Los demás, todos los que no opinan, los que ignoran todo y no quieren darse cuenta de nada y acuden al trabajo forman parte del rebaño necesario: las ovejas del engranaje de una maquinaria que viene desde la Revolución Industrial, cuando el hombre pasa de no ser nada a ser un valioso animal de carga. Con aquellos tiempos sueñan los que anidan como buitres en los despachos de Bruselas y ordenan a sus gobiernos títeres qué hacer para que algunas fortunas sigan creciendo. Dicho de otro modo: al César lo que es del César y al puto obrero lo que ha sido siempre del puto obrero, cita bíblica que bien conoce el Papa.

Nada más, me detengo. Me van a pillar las doce y no quiero entrar en este día trabajando. Solo la huelga me tranquiliza, pero no demasiado, y saber que el difunto Pablo Iglesias no se ha llevado el disgusto de ver a su tropa de indocumentados nietos perder el norte para irse a la derecha con la que, lasciva, sueña cada noche Esperanza Aguirre.

sábado, 24 de abril de 2010


AUTOBIOGRAFÍA (LIII) - La otra mejilla
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(fotografía: África Salces, 24 de abril de 2010, Madrid)

Hay primeras veces siempre, y siempre alguna vez en que el dolor se amortigua con un minuto de silencio, intenso como un duelo colectivo. Y lo que en verdad era una manifestación en apoyo de quien intenta juzgar el genocidio español, se convirtió en un acto de dignidad: la de los que no están y aguardan en silencio en sus fosas dormidos; solo dormidos, porque hoy han salido a la calle, por primera vez, con los mismos pasos silenciosos de los fantasmas.

Y cada cual llevaba su silencio consigo: una vieja fotografía con un nombre y con un apellido; todos anónimos, todos olvidados por todos, pero recordados por quienes lloraron con las persianas bajadas para que nadie sospechara de ellos y los denunciaran. Eran otros tiempos, dicen, lejanos, ensombrecidos con la transición, desterrados como muchos que murieron y a los que cubre el polvo de un país vecino.

Fueron profesores, maestras, enfermeras, médicos o simples trabajadores del campo. Igualados en las tapias, en los camiones que los llevaron a las cunetas durante cuarenta años de silencio. Quien lo sufrió lo sabe: que la hondura de las fosas es el límite entre la justicia y el olvido.

Junto al oso y el madroño se han manifestado los retratos de la desmemoria consciente, de la voluntad de los que no tuvieron el derecho a decir “estoy aquí, soy libre”. Por lo demás, nada nos queda, salvo la sensación de que la justicia sigue en manos de muchos de los que hicieron todo lo posible por hacer desgraciado al prójimo siguiendo el mensaje bíblico de poner el fusil en vez de la otra mejilla.

(Para Lorena y Belén, que estuvieron también con nosotros)


lunes, 8 de febrero de 2010


AUTOBIOGRAFÍA (LII) - Todo el oro del mundo
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(Fotografía: archivo familiar)

Han pasado demasiadas semanas, meses incluso, desde la última vez, desde el último encuentro en que recordé con la memoria prestada de las autobiografías. Y, como una vieja carta, otra vez, liberado de las tristezas comunes, de los imbéciles de siempre y de las lamentaciones propias de mi profesión, vuelvo a la escritura, como después de un largo viaje de impaciencias, entre las cuales, también se ha escrito esta.

Y quizás también haya estado impaciente quien me ha hecho llegar esta otra vieja fotografía. Fue Vanesa, mi prima, atenta y cuidadosa. Escaneó este retrato, que es el de mis abuelos paternos. Una fotografía perdida como muchas otras que, como una casualidad, viene de repente para recordarnos que hay cosas más importantes que esas otras que nos roba el tiempo sin quererlo y que nunca sobrevivirán al paso de los años igual que algunas imágenes que vienen a la retina por primera vez.

Es demasiado hermosa esta imagen. Terrible y lejana, ensombrecida no solo por el tiempo transcurrido, sino por los mismos claroscuros de la vida (y también de la muerte). Así son las grandes cosas. Tienen un halo de mágica tragedia: mi abuela con su vestido de novia negro, tocada con una mantilla que desaparece por el fondo oscuro de la foto y sosteniendo un abanico en su mano, con pose casi goyesca. Mi abuelo, con su bigote inmenso, sentado en una humilde silla de enea, abrillantados los botines tal vez esa misma mañana en que se casaron. Todo gris, sin embargo, como si no fuera el día de su boda sino otro día. Desconocía este retrato con un siglo de edad, cien años casi: quizás una de las fotografías más antiguas de esta autobiografía.

Y así como trascienden estos recuerdos no vividos es como a la par se imaginan y se sobrevuelan las afrentas diarias: el paro, la insatisfecha intolerancia de los jefes, el insulto patronal que no hubieran tolerado estos protagonistas o la bobería crónica de una adolescencia que adolece de exceso y consumo. Vuelven ellos, Luisa y Enrique, igual que si fueran gratos fantasmas, regresan como si los hubiéramos llamado desde mucho antes de que hubiéramos nacido, con su lección de mutismo traslúcido en sus rostros. Solo nos queda la resignación modesta de saber que, aunque no sobreviviremos, ellos sí que parecen haber sobrevivido a pesar de todo, desde la negrura de los días que pasaron y tuvieron que ver. Más valiosa que todo el oro del mundo es la memoria.


(Para Vanesa Garrido, mis ánimos y abrazos)